30/07/2019
Llegada puntual y aforo completo. No se podía entrar. La expectación que suscita
Luis García Montero respondió a las previsiones (según me comentaba el bedel tras las múltiples llamadas telefónicas recibidas para la cita). Faltaban sillas, espacio para oír de los labios del actual director del Instituto Cervantes palabras acerca de
Alberti, amigo del que fue, profundo admirador del que sigue siendo de un modo incontestable.
Allí le escuchamos, con su mujer Almudena Grandes y el poeta Juan José Téllez en la sala.
Al margen de lo anecdotario entre Jaime Gil de Biedma y el poeta
Rafael Alberti, fue Luis Cernuda quien vióse sometido al juicio cabal de García Montero cuando éste se refirió a la poesía del maestro portuense como
superficial, sin el ahondamiento necesario que requiere este arte tan sublime.
Pecó probablemente Cernuda, al margen de su conocida calidad poética, de una cierta envidia o "mala leche" (según palabras textuales del propio conferenciante) , ante lo que ya era sin duda
una de las figuras poéticas más sobresalientes del siglo XX.
Alberti vivió su condición de exiliado, no solo desde un punto de vista formal, es decir alejado siempre de un origen o un punto de partida.
Su exilio era un exilio profundo, de esos que en el alma rozan rocas pero también la confrontación con un mundo que si no despreciaba, al menos, le desubicaba.
Este sentimiento que, a priori, puede no resultar tan especial ya que muchos podemos sentirnos de idéntica forma ( la creencia de que en otro tiempo hubiéramos encajado mejor), le llevó a buscar incesantemente nuevos registros para librar su batalla personal contra ese mundo.
El exilio es el eje existencial de la poesía de Alberti, una poesía en constante transformación ya que de por sí es lo que nos define, el giro de los acontecimientos, el modo en que nos enfrentamos a ello.
En esa rotación continua donde el tiempo anda a sus anchas, el hombre sufre una profunda
transformación antropológica que podría entenderse como inevitable por la propia secuencia de los hechos y sus consecuencias: ese olvido hacia la tradición, los valores que de algún modo nos inculcaron y que el progreso y la consigna de ese tiempo diluye en la memoria.
El hombre es el hombre y su tiempo. El pasado es irrecuperable y todo tiempo es un tiempo de conflicto.
Esto supo verlo Alberti de forma clara, casi visionaria. Su
compromiso político lo define como ser humano y poeta. La voracidad del capitalismo, el fascismo, las dictaduras que arrasan la sangre de los pueblos, las diferencias malsonantes, los efluvios de todos aquellos que poseían poder sin dar tregua al más vencido, provocaría en Alberti su ira, una pluma que obsequiaba al soldado y a los débiles niños, pluma que era trinchera y arrebato de quién se sentía libre por encima de imposiciones y una realidad que recrudecía la de su exilio formal pero, no ese gen batallador que desde el exilio profundo creó, no una escuela de opinión sino un llamamiento a la acción, o mejor dicho, una obligada reacción ante el germen del absolutismo.
No hay paraísos perdidos.
Buenos Aires, Roma, España pudieron ser parte de esa nostalgia del exiliado que camina con un bagaje de recuerdos. Pero eso es la visión del exilio que conlleva la pena.
Lo que realmente hace de Alberti un poeta excepcional es
vivir el exilio desde el interior para cambiar el mundo que le niega su esperanza.
No hay paraísos perdidos, sino una enquistada forma de presentar batalla porque el futuro en la poesía albertiana solo depende de nosotros.